sábado, 29 de marzo de 2014

De recuerdos y otras historias

Nueva etapa, nuevas cartas, nuevas reglas. Y, entre tanto nuevo, los recuerdos. Te pones a buscar en los fondos de los armarios, en las carpetas con polvo, y aparecen algunas cosas que me recuerdan momentos pasados, de esos que dejamos un poco aparcados pero con muchas ganas de retomar.

Este fragmento es de algo parecido a una historia incompleta que me dio por escribir tiempo atrás. No me veo con el valor de terminarla, pero sí con el suficiente para recordarla, para que me dé una visión de dónde estaba entonces y dónde estoy ahora. Perspectiva, creo que lo llaman. Un recuerdo, vaya… […]

[…] Entró a través de la antigua puerta por la que se accedía a uno de esos recibidores tan maravillosos que aún quedaban en algunas casas de Madrid. El suelo de grandes losetas de mármol blanco, anunciando al número infinito de personas que habían deambulado sobre su superficie, desgastándola y dándola ese aspecto valioso a las cosas con historia. Las barandillas de madera, cuyo barniz se olvidó de brillar y proteger aquellas fendas que se podían apreciar sin mucho esfuerzo. El color de las paredes, tan oscuro y sucio que sólo los mas ancianos podrían recordar si alguna vez esos muros conocieron el brillo y la luz de la pintura recién extendida, emanando ese olor tan característico que es capaz de atravesar tus fosas nasales hasta tus pulmones. El único olor que ahora se podía percibir allí era el de los años, el paso del tiempo y la historia que recorría los peldaños de la gran escalera de madera, crujiente como una galleta a cada paso que dabas. En su gran ojo podía verse la estrella de aquella compañía de artistas: el ascensor de principios de siglo, con su gran reja de forja a modo de portezuela, permitiendo ver el vacío que queda bajo los pies al ascender hacia las alturas. Los detalles del hierro, cuidados en ciertas zonas y oxidados en otras. La malla que cubre todo aquello, como si de una pequeña cárcel móvil se tratara. Su abuelo imaginaba con él subir en una gran nave espacial hacia las estrellas, pasando antes por casa para tomar la merienda que nos de fuerzas, decía, para llegar hasta la luna, y volver a tiempo para que la abuela no se enfade, nene.
Estaba en casa del abuelo; olía igual, la escalera le saludaba mientras veía a la portera entreabrir la puerta para fisgonear al viejo y a su nieto. La nave esperaba la salida de los intrépidos astronautas hacia una nueva aventura que se forjaba cada día en la imaginación de aquellos dos personajes. Un niño de cinco años con una mirada de asombro continua. Con esa sonrisa que sólo la ingenuidad de los niños puede dar valor a aquél gesto. La mirada de amor y devoción que el abuelo devuelve a ese pequeño gran hombre, al que nunca llegará a ver cumplir los nueve. Maldita tos, decía siempre. Un día va acabar conmigo. Palabras de profeta que se harían realidad en la gran cama de su cuarto. ¡Abuelo, abuelo!. Vamos a jugar a los astronautas. Corría hacia él soltándose de la mano de su madre que, con ojos de angustia, se acercaba al regazo de la cama, viendo como su padre dormía en silencio para siempre. Déjalo, nene. El abuelo está durmiendo. Vete a la cocina a tomarte la merienda. La abuela no tardará en llegar. No vio como ella se quedaba junto al viejo, tomándolo de la mano y derramando unas lágrimas silenciosas.

lunes, 10 de marzo de 2014

Nuestros límites

Esta reflexión no tiene base científica alguna ni solidez más allá de lo que yo opino. Teniendo en cuenta que pocos o muy pocos conocerán de la existencia de esta opinión, y lo poco que me importa que se esté de acuerdo o no con ella (no obstante, siempre son bienvenidos los distintos puntos de vista), diré lo que buenamente creo que se ajusta a un gran número de casos, lo cual no hace de ello una ley, pero sí una tendencia general. 

Este preámbulo introduce lo que el título pretende: saber dónde están nuestros límites. Para mí, creo que los límites se pueden establecer en numerosas categorías, pero un par de ellas, a parte de los evidentes y no evidentes, serían "los que nos ponemos a priori"  y "los que conocemos a posteriori". Creo que, sin ninguna duda, los peores son los de la primera categoría. Son los que tienen como fundamento el miedo y la inseguridad y los que nos impiden mirar hacia adelante, evolucionar y aspirar a otra cosa (mejor o peor, pero otra cosa). Son esos que nos anclan al inmovilismo, los que nos amedrentan y nos hacen conformistas. Del conformismo y la actitud posterior también se puede hablar mucho, pero eso que lo hagan otros más listos que yo. 

Los segundos tienen dos tipos de sabores: el que nos deja la amargura de haberlo intentado pero sin éxito, lo cual establece una frontera que delimita nuestro poder hacer, nuestra habilidad, y desarrolla el sentimiento de frustración o, sencillamente, un conformismo de grado mayor al anterior mencionado. Siempre queda el pequeño consuelo de haberlo intentado. Como diría alguno que yo me sé: "lo importante es participar". 

El segundo sabor es el de la absoluta victoria, el del éxito, el del trabajo bien hecho y la recompensa y el premio de lo alcanzado. Lo importante es participar, !pero qué bien sabe ganar! Cuando uno alcanza esa cima y saborea esa miel, debe también andar con pies de plomo; la pérdida de contacto con la realidad, la idea de pensar que todo es alcanzable, que todo es posible para uno, el autoconcepto sobredimensionado de uno mismo... es peligroso. Y no hay nada como una buena dosis de humildad (ta mal vista hoy en día) para recolocar los pensamientos. Esta humildad suele ir de la mano del fracaso y de haber conocido nuestros límites anteriormente. El sabor agrio de la derrota.

Pero creo que lo más importante es conseguir sacar una lectura positiva en ambos casos, más si cabe cuando nos llevamos el chasco, cuando mordemos el polvo y nos hemos rebozado por el barro. Es ahí donde uno puede volver a la comodidad del sofá, a ese conformismo grisáceo, o pensar en sacudirse el polvo e intentar de nuevo ver si se puede. 

En estos tiempos oscuros, donde los límites vienen cada vez más impuestos por aquellos que, con el miedo, pretenden dejarnos apoltronados, anestesiados y sin más ganas de intentarlo, conviene recordar que siempre hubo que hacer un gran sacrificio para eliminar esas barreras, y que las historia nos demuestra que es preferible llenarse la cara de barro mil veces, que someterse al ostracismo y el miedo de quien nos lo pretende imponer. 

Hoy disfruto del sabor dulce del éxito, esperando la próxima vez que deba limpiarme la cara de barro.