viernes, 25 de abril de 2014

Perdido y desorientado

Hoy leía esto y me ha hecho darle vueltas al coco por un momento:

Hay que ser consciente de que una ciudad inglesa es una vasta conspiración para desorientar a los extranjeros” “Se da un nombre distinto a una calle cuando haga la más mínima curva; pero si la curva es tan pronunciada que crea realmente dos calles, se  mantiene un mismo nombre. Por otra parte, si, por error, una calle ha sido trazada e línea recta, debe recibir muchos nombres: High Holborn, New Oxford Street, Oxford Street, Bayswater Road, Notting Hill Gate, Holland Park, etc. Ya que algunos extranjeros ingeniosos pueden orientarse incluso en semejantes cicunstancias, son necesarias alguna precauciones adicionales. Hay que llamar a las calles de muchas maneras: street, road, place, mews, crescent, arch, path, walk, grave, gardens, alley, gate, terrace, vale, view, hill, etc.”_ George Mikes ´How to be a Brit´

Semejante jaleo generado, según el autor, con una interesada intención, lo que alguno llegaría a llamar conspiración judeo- masónica, sólo puede responder a dos cosas, bajo mi opinión: una mente retorcida con unas ganas de joder de aquí a Lima, o bien, una incapacidad para dar un mínimo orden al caos. En los tiempos en los que vivimos, me costaría responder.

Pero mi reflexión no va por esos tiros. Lo mío va en lo identificado que me he sentido en esa sensación, en ese sentimiento de desorientación que mantengo desde que vine por estas tierras (y no estoy en Londres, precisamente). Mi desnortamiento está provocado por numerosas cosas que me acontecen, muchas veces a la vez, muchas veces como proceso o estado prolongado.

Por un lado, la desorientación empírica y objetiva que supone vivir en el extranjero y a la que le pillas, más o menos, el tranquillo en lo más elemental, pasadas una semanas, pero que, de vez en cuando, te viene a visitar para recordarte que no estás en casa. Súmese un cambio de ciudad a la ecuación cuando ya le habías cogido el aire a la anterior, para añadirle más variables. No llega al caso de lo descrito por el autor, pero, aquí, en el caso de los trenes, puede llegar a provocar situaciones tan dispares como que, a las 5 de la tarde, en pleno centro comercial dedicado a los objetos del hogar, con una línea de autobús exclusiva que une ese centro con la población más cercana (suelen estar colocados en mitad de lo que conocemos todos por “el puto campo”), te quedes completamente tirado porque esa línea no tiene buses más allá de las 5 de la tarde. Eso sí; el centro comercial, cierra a las 9.

O bien, puedes montarte en un tren con la certeza de que llegarás a tu destino en el tiempo que has calculado y, de repente, escuchar algo que no entiendes por megafonía (no depende del idioma, sino de la dichosa megafonía, que está hecha para que nadie, ni los nativos, entiendan una mierda de lo que se dice por ella, como en los aviones), verte obligado a bajarte del tren y darte cuenta de que estás, de nuevo, en mitad del puto campo, sin saber por qué te has tenido que bajar, ni cuándo pasa el siguiente tren ni, si como alternativa, hay algo que te conduzca a tu destino. Luego te das cuenta de que la lógica que aquí impera es que, depende de la parte del tren en la que te montes, vas a un lado o a otro, porque los trenes aquí, llega un momento en que los separan.

También puede darse el caso de que te sientas más o menos a salvo porque vas en tranvía, lo cual implica “cercanía” con tu punto de origen (craso error), tengas que ir a un destino que, calculando, te llevará una media hora y, ¡Oh, campos de soledad! ¡Oh, mustios collados! cuando te bajas, ves que el tren de vuelta a tu origen o no pasa o pasa cada hora. De nuevo, y sin saber bien por qué, te encuentras en mitad del puto campo, esperando que no se hayan olvidado de pasar por esa estación.

Hasta aquí la desorientación física.

La falta de norte emocional me acompaña desde el primer minuto en que me vi obligado a tomar una decisión para cambiar el rumbo que otros habían dado a mi vida por mí. Cuando iba camino del aeropuerto, cuando me despedía de mis lebreles, de mi mujer, de mi familia, sin saber si mi plan “maestro” iba a salir bien. No tengo ni idea de póker, pero bien podría compararse con un farol de los gordos.

Desde entonces, me siento que no pertenezco a ningún lado. Vivo gracias a la ayuda de los que me ayudan, de los que conocen mi historia y me dan mucho más que una cama y un techo. Pero, a pesar del confort, el cariño y muchas más cosas, no estoy en mi casa. Mi mundo, a pesar de estar en el extranjero, se limita mucho. Tengo los límites del idioma, de mi pantalla de ordenador, de las calles que conozco y de las que prefiero no menearme mucho más allá, no vaya a ser que aparezca, sin yo saber cómo, de nuevo en el puto campo, tengo los límites de la gente con la que me relaciono, que no son siempre los que más me apetecen, puedo decidir sobre muchas menos cosas que antes… y hago  con todo ello un totum revolutum que me provoca, además del tiempo tan cambiante, unos dolores de cabeza que más de una farmacéutica (empresa, no señora) se frota las manos con mi consumo de paracetamol.

Esa sensación, para el que no la haya vivido, no mola.

Sumémosle que te sientes incompleto, que te falta lo más esencial, ese motivo que es el que te ha movido a esta aventura… y que están siempre dentro de eso límites que antes mencionaba. La cojera se hace más que evidente y andas más perdido que un conejo cuando le dan las largas.

Hoy lo comentaba con una compañera; desde que he llegado aquí, me siento como a esos perros que se les tiraba al agua, incluso siendo cachorros, para que aprendieran a nadar o, en todo caso, para que se ahogaran si no eran capaces. En mi caso, tengo la misma cara de gilipollas que un perro mojado, a diario, y me tengo que tragar mucha bilis, también a diario, con todos esos capullos que se sienten, por verme extranjero que no domina bien el idioma, superiores a mí. Son esos mismos que tenemos en España, y que llamamos gilipollas, nada más que aquí hablan diferente. Afortunadamente, la balanza se compensa y encuentro a mucha más gente de bien, que forman parte importante del camino que llevo aquí. Con eso me quedo.

Uno de los objetivos que tenía por cumplir en este viaje lo he alcanzado, y debo cuidarlo porque es la llave de todo. Los otros, aún están por llegar. Y esa espera, que algunos se empeñan en hacer más larga, desespera. Sumemos entonces: cara de perro mojado, cojera, desesperación, frustración, tristeza, desorientación…algo positivo también hay, claro. Si no lo hubiera, ya habría salido en las noticias de sucesos, seguramente. De hecho, si eso, no seguiría aquí. El caso es que, al otro lado del signo igual, uno se puede hacer una idea de lo que se va a encontrar tras el sumatorio.


Así es que, y concluyendo, que hoy me está quedando largo, no sé si mi calle hace curva prolongada, si es una street, way o avenue, si se bifurca o voy en sentido contrario, pero, si alguna vez voy a Londres, creo que voy a jugar con ventaja con respecto al resto de turistas: yo ya ando perdido y desorientado. 

De todos modos, como dijo alguno: ¿Quién dijo miedo?
Nonno_Quién dijo miedo

jueves, 10 de abril de 2014

No me da la gana...

Cosas que le vienen a uno a la cabeza en los momentos menos esperados. Esta mañana, mientras me caía el agua de la ducha en la cabeza, pensaba en un nuevo día en mi nueva vida y mi nueva rutina. Un nuevo día en el que todo es nuevo, en el que todo es diferente y en el que cada cosa que ocurre puede ser una verdadera aventura.

Pensaba en cómo me voy a tener que ir amoldando a esta nueva vida, a este nuevo entorno y a estas nuevas costumbres, y en cómo irá cambiando mi personalidad con tanto cambio a mi alrededor. Me he llegado a plantear si poco a poco iré perdiendo esas cosas que me hacen ser yo, esas cosas (las que sean) que me caracterizan y que, cuando alguien me conoce, también las reconoce como “las cosas de Gus”. Y me ha dado un poco de cosilla. Ya no sólo por mí, si no por los que vendrán, aún por formar y desarrollar esas cosas.

No quiero creerlo
Me ha dado por pensar que, al final, esa gran frase que decía “yo soy yo y mis circunstancias”, va a ser más cierta que cualquier otra afirmación que pueda venir al caso. Uno es lo que es, y se va moldeando, según lo que le ha tocado vivir, según lo que le ha tocado pasar, según lo que ha aprendido, según lo que le han enseñado (y cómo se lo han enseñado) y, sobre todo, según su entorno. Si cambia nuestro entorno, parece lógico pensar que algo, una parte, una gran parte o una mínima parte de nosotros, también cambia, o evoluciona o lo que se quiera decir (aquel río de Platón me viene ahora a la memoria). En esencia, uno no deja de ser uno mismo, pero ¿qué cosas van cambiado con ese nuevo entorno? ¿Acabaré llevando sandalias con calcetines y empleando mis fines de semana en limpiar el coche y arreglar mi jardín? 

Espero que no.

Sobre el tema de las nacionalidades, que he podido leer algo hoy, no hablo porque eso de pertenecer a un cachito de terruño, al final, como que no me identifico con ello. Me preocupa más el tema de las personalidades, que es a lo que voy.

¿Qué va a pasar con mis lebreles? ¿Ellos cambiarán su  carácter para ir amoldándolo a sus nuevas costumbres, a su nuevo entorno? No quiero, y no voy a dejar que así sea, pero, quizás no pueda yo solo, impedir que esa corriente, acabe por sumirnos a todos en ese cauce de orden, in-expresividad y aparente control de todo.

Me da pena cuando veo a los chicos jóvenes saludarse. Esos que se suponen que son tu grupo de amigos en el que te sientes aceptado, seguro, y cómodo, lejos del coñazo de tus padres, que se han convertido en esas dos personas que me quieren amargar la vida. Ves cómo se acercan, “gritando” por la “alegría” de verse y, cuando llega el momento de expresarla con un gesto, aparece ese beso que le das al aire a tu tía, la que tiene pelos en la barbilla y pincha, y que no te gusta nada acercarte a ella, o ese abrazo a medias, que te quedas como descolgado, medio apoyado… Y eso es un saludo cariñoso y que une lazos de amistad. Y me quedo frío, porque veo que mis lechones no son así. Son pequeños, pero llenos de espontaneidad, de entusiasmo, de no tener normas de volúmenes altos, o de darte un abrazo sin venir a cuento porque necesitan decirte que contigo se sienten muy bien. Y no quiero que eso se diluya con el tiempo. No quiero esos abrazos fofos, esas manos en lugar de esos dos besos cargados de afecto… No. Y no quiero dejar de ser yo.

Creo que me voy a convertir en un verdadero Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Seré uno en el trabajo y en el entorno que me rodee, y otro en mi ambiente, con los míos, porque es importante que, sin poner una etiqueta, reconozcan que son diferentes, que vienen de otro sitio, y que ese sitio, para bien o para mal (esperemos que más para lo primero), les hace diferentes a su entorno, por lo que no deben flagelarse si les resulta hostil. Sería lo más normal.

No quiero y no quiero que ellos quieran.


Tal cual.