“Si uno empieza por
permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo se pasa
a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la
buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que
empieza uno a deslizarse cuesta abajo, ya no sabe dónde podrá detenerse. La
ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron importancia
en su momento” Thomas de Quincey_ Ensayos del asesinato como una de las bellas
Artes.
La noticia de esta
semana del asesinato de una figura política a manos de una ex-empleada y las
reacciones que en las redes sociales ha supuesto para cuatro descerebrados, ha
generado un pasto muy sabroso para todos aquellos que saben pescar en río revuelto.
Nada más fácil que poner el altavoz al tonto del pueblo para que la primera
sandez que suelte por la boca sea portada en todos los medios y, a partir de
ahí, sembrar el campo de los argumentos que darán cuerpo a las acciones
posteriores y que justificarán las medidas para, como siempre “protegernos de
nosotros mismos y de males mayores” o, lo que viene a significar, censurar y
controlar, que se lleva mucho.
La cita que abre este post data de 1827 y la encontré de
casualidad en una de mis recientes lecturas. En ese momento, tenía para mí otro
significado, y me acercaba más a lo retorcido de lo que en ella se mencionaba
para convertir en banal lo más grave y viceversa. Pensaba que a ese grado tan
retorcido de realidad ha llegado nuestra ficción diaria (ah! Espera… que es de
verdad), donde todo es manipulado hasta el absurdo y asumido con naturalidad.
Pero ahora, tras la noticia de esta semana, el giro y la
vuelta de tuerca, toma otro aire y se vuelve a abrir la veda del hay que prohibir con argumentos tan
endebles como que Twitter es un sitio peligroso, que hay que regular la
libertad de expresión (menuda libertad, pues) y sandeces semejantes. Como decía
alguno, una persona que grita en el Congreso de los Diputados “¡que se jodan!” aludiendo a los 6.000.000 de parados
que, según ella, están así por mero gusto, o ese cura que puede soltar salvajadas
homófobas por su boca, amparado por la justicia en la, ahora sí, libertad de
expresión, son cosas que dan a uno en qué pensar.
Lo primero que a mí me viene a la mente es el grado de
degeneración que en España hemos sufrido a partir de la crisis y, quién sabe,
sino antes. Toneladas de basura son vomitadas por los medios a diario con el
único interés de saturar la capacidad de filtro del personal para conseguir el
efecto ni siento ni padezco o bien,
el llamado bastante tengo yo con lo mío.
Lo cual degenera en la apatía generalizada y el hartazgo global que puede
provocar, a mi corto entender, dos reacciones, casi opuestas:
A) el aborregamiento total de la masa
social, donde te la están metiendo doblada a diario pero tu máxima en la vida
se convierte en el “Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy”.
B) La inflamación de la bolsa
escrotal hasta el punto que se tome la misma proporción de salvajismo verbal
que ha provocado la situación.
Lo que viene a ser el “y tú más” pero completamente llevado
al extremo. La violencia verbal puede degenerar en algo más.
Y en ese punto estamos: en España, que no somos amigos de
echar la vista a atrás para ver qué historia arrastramos (somos más del día a
día y quitar y poner ídolos como el que se cambia de calzoncillos, incluidos
todos aquellos que usan espátula para ello), la opción B es la excepción,
lo que no interesa a según quién. Por lo tanto, es lo que hay que perseguir. Yo
te he llamado cabrón y te he dado una colleja de aúpa, pero es que tú te has
cagado en mi madre, y eso si que no se lo permito a nadie. Prohibido cagarse en
la madre de nadie a partir de ahora.
Y en ese momento, a mí se me saltan las lágrimas y pienso
en la distancia que me separa cada vez más de volver a mi sitio, a todo aquello
que quisiera que siguiese como hace unos años y que ya nunca volverá. Y esa
distancia crece y crece cada día, y yo me alejo un poquito con cada nueva
estupidez y ley o recorte que sufrimos.
Y, lo malo es que no sé cuántas lágrimas me quedan.
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