Me sigue resultando sorprendente
cómo podemos ver la vida con tantas perspectivas con la mezcla del paso del
tiempo y un ligero cambio de aires.
Esos nuevos aires están haciendo
que vuelva a acercarme a la lectura, la cual tenía largamente olvidada. En los
últimos dos meses he leído ya cuatro libros y todos ellos me han dejado algo en
común: retomar las ganas por escribir.
No es el momento, quizás tampoco
el lugar, pero sé que algún día podré dedicarme a intentarlo. Sigo sin saber
cómo, ni sobre qué, pero intuyo que algo haré, de algún modo.
Cuanto más leo, más recuerdo cómo
nacieron mis ganas de expresar ideas con las letras. Y recuerdo el tiempo en el
que nació aquella sensación, que trae consigo una mezcla de muchas cosas, de
muchos sentimientos y de muchos otros recuerdos.
Llegué incluso a empezar a dar
forma a una idea sobre una historia. Algo que, como casi siempre que me siento
a escribir, viene provocado por un jaleillo emocional acaecido. Es como la
manera de calmarlo. De sacarlo.
Abrir el candado de la imaginación |
Recuerdo que, aún en casa de mis
padres, en lo que fue la habitación de mi hermana y que pasó a ser mi estudio cuando ya no
estaba, me quedaba largas horas en el ordenador jugando a un videojuego que
llegó a aburrirme soberanamente. Cuando me cansé, decidí abrir el editor de
texto y empezar a juntar frases según me salían. No tenía ni idea pero las tres
primeras líneas resultaban ser una mezcla de la expresión de mis sensaciones,
con la idea de intentar ponerlas fuera de mí, en la persona de otro. Y así fue
como me lié a inventarme cosas completamente improvisadas.
Resultó que, lo que había
empezado un poco de casualidad, sin saber bien en qué matar el tiempo, empezaba
a tomar una forma rara, pero a la vez, empezaba también a definirse. Me daba
cuenta de que, a medida de que escribía, mis ideas me iban llevando por calles
un poco resbaladizas. Pecaba de ufano y pensaba que, si dejaba simplemente
salir mis ganas y la inspiración que me viniera a visitar, todo iría tomando
forma por sí solo, como si yo solamente fuera el que apretaba las teclas, la
marioneta al que movían con hilos. Pero nada de eso. Los personajes se me
aparecían en la cabeza y sus diálogos se me mezclaban con cosas vividas, o con
cosas vistas, se enredaban, empezaban a atascarse. Una idea no encajaba con la
otra, pero, de repente, algo aparecía que le daba una nueva vía de escape a la
trama.
La mezcla de recuerdos de escenarios
con los imaginados, era una manera de empezar a hacerme preguntas sobre cómo y
qué podía contar que fuera creíble. Entendía que mi entorno de aquel entonces
debía formar parte de todo como envoltorio, ya que era de algo de lo que podía
escribir con credibilidad, pero pronto me di cuenta que había que hacer un
trabajo muy complejo para que la cosa tomase cuerpo en condiciones.
Todo se fue mezclando y la
temática derivaba en un tema delicado y de actualidad por aquel entonces. Me vi
sacando libros de la biblioteca sobre temáticas peliagudas y leyéndolos en el
metro, forrando las tapas para que la gente no me mirase mal, ya que pude
percatarme en alguna ocasión de que más de uno se llevaba una impresión errónea
sobre mí.
Creo que, por aquel entonces,
estaba muy frustrado por tener que repetir la Selectividad, que me daría acceso
a la Universidad. Me había quedado rezagado del resto y pensaba que no iba a
sacar fuerzas yo solo, para repetir lo que ya había aprobado, así es que me
apunté a una academia todo el curso, que me pagaba trabajando en verano. Esa
frustración fue la motivación para escribir.
Los trayectos en el metro eran
una mezcla de repaso de apuntes de la academia, con lectura de tres libros
simultáneos para tomar notas que pudieran dar un poco de cuerpo a la historia y
los detalles.
Me reencontré en mis horas de
estudio con antiguas personas con las que coincidí en otros tiempos y se
convirtieron en improvisado jurado de lo que se me iba ocurriendo. Necesitaba
ver por dónde iba y qué sensaciones le provocaba lo escrito a los demás.
Llegó la selectividad, la prueba
que me daría posteriormente acceso a estudiar la carrera que elegí (no la que
quería) y que me ha llevado a donde ahora estoy. Tuve que dejar todo para
preparar los exámenes y, a la vuelta del verano, empecé una etapa en la carrera
que recuerdo con mucho cariño por muchas cosas. Me zambullí en experimentar
todo aquello, lo cual era de lo más agradable y, a veces, de lo más jodido.
Fueron un par de años que me renovaron en muchos sentidos, por dentro y por
fuera.
Entonces me di cuenta de que el
tiempo y un cambio de aires ayudan a limpiar las telarañas de la cabeza y los
nubarrones grises que nos colocamos muchas veces.
Esa pausa que me dio la
selectividad se está alargando mucho, pero intuyo que más pronto que tarde, me
montaré un despachito agradable, en el que entre la luz del sol por la mañana, con
una mesa repleta de papeles y un ordenador con una hoja en blanco en la
pantalla que ponga Capítulo 1.
Antes de llegar a ese momento,
deben pasar muchas cosas y tengo que aprender otra tonelada de otras para saber
sofocar mi osadía de entonces, pensando que las musas escribirían fácilmente
una historia por mí. Aprender a ligar ideas, a documentar párrafos, a dar vida
creíble a personajes reales…Son muchos deseos. Pero todo llega.
PD.: Si a alguno le da por leer
este post, le recomendaría que leyese cuanto antes El libro de los Baltimore, de Jöel Dicker. Creo que ese libro me ha
dejado una sensación tan buena, que podría empezar a leerlo ahora mismo de
nuevo.
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